Conociendo a Virginia a través de sus novelas

 

 

Un día como hoy, hace exactamente 141 años, el miércoles 25 de enero de 1882, nacía Virginia Woolf en el barrio londinense de Kensington. En realidad ella no sería identificada por ese apellido sino hasta 1912, año en el que contraería nupcias con Leonard Woolf. El nombre que sus progenitores eligieron para ella fue Adeline Virginia Stephen. Convengamos en que la omisión del Adeline y la incorporación del Woolf en reemplazo del Stephen, fueron aciertos rotundos en la constitución del elegante nombre de pluma que distingue a la autora.

 


Por lo que respecta al trabajo literario de Woolf, este destaca por las modestas y nada pretenciosas temáticas de las que se ocupa. Para ilustrar este punto basta comentar que La señora Dalloway —sin lugar a duda la novela más conocida de la escritora— trata sobre vivencias inequívocamente sencillas e incluso ordinarias: el prolegómeno en el que se halla inmersa una señora de clase acomodada que organiza una fiesta. Por muy prosaica que pudiera parecer esta premisa y por muy extravagante que se nos pudiera antojar la elección de un personaje tan poco impresionante como Clarissa Dalloway para llevar a cuestas el papel protagónico de una novela, lo cierto es que esta obra se ha granjeado una muy favorable valoración. Michael Cunningham —novelista galardonado con un Premio Pulitzer, y ocasional redactor para el New York Times— afirma que todo lo que hay que saber de la experiencia humana se halla en La señora Dalloway. De manera similar a cómo una minúscula e imperceptible célula contiene la secuencia de ADN que permite reconstruir un organismo íntegramente —dice Cunningham—, también un solo día en la bastante ordinaria vida de Clarissa Dalloway contiene dentro de sí una elocuente representación de la vida entera.

 


Virginia Woolf es uno de los más grandes exponentes de la técnica narrativa conocida como corriente de consciencia. Este método consiste en la descripción de la multitud de pensamientos y sentimientos que discurren atropelladamente a través de la mente del narrador. Desde luego, esta incontrolable afluencia de fugaces pensamientos e incipientes nociones es un recurso que la ficción toma prestado de la realidad. Todo aquel que haya tenido la mente libre para divagar durante un prolongado viaje en hora punta sabrá dar cuenta de esto: un perenne estado de transición entre la vigilia y una lúcida letargia. La constante alternancia que se da entre ambos durante la corriente de consciencia es sutil, y mientras estamos bajo el influjo de este peculiar estado de la psique podemos intentar ponderar qué será lo que hagamos una vez que arribemos a nuestro punto de destino, pero se colará de manera inexorable en nuestras cavilaciones una fugitiva observación sobre el mezquino empeño que algún otro usuario del transporte público con el que nuestro olfato tuvo la aciaga fortuna de coincidir pone en su aseo. Tras eso, y de manera inadvertida, irrumpirá en nuestra psique una angustia por el irrecuperable tiempo de vida que desperdiciamos en el anquilosamiento diario al que nos condenan las exhaustas pistas de la ciudad. Una tercera digresión se puede dar en la forma de una obstinada canción que se arrellana en nuestra mente y que, a fuerza de coacción, nos consigue sacar un silbido discreto o un tímido tarareo. Tal vez un cuarto salto del pensamiento nos sitúe en una ensoñación que entrevera nuestra propia historia de vida con una trama heroica de nuestra autoría o, en su defecto, tomada de la última película que hemos visto. No despertaremos de este dilatado trance sino hasta el momento de abandonar el bus y precipitarnos hacia la calle.


El uso de esta corriente de consciencia para desdibujar la frontera entre el presente y el pasado es donde la magia de Woolf radica. Acompañamos a Clarissa Dalloway a realizar quehaceres mundanos, pero en el proceso se nos brinda un acceso privilegiado a la mente del personaje y al caudal de pensamientos que la irriga. La mayor parte de estos pensamientos están orientados al pasado; es así como nos enteramos de la oportunidad que tuvo de casarse con un hombre menos estable pero más enigmático e interesante que su marido. Nos enteramos también de la intriga que jamás pudo disipar en relación al romance que no se permitió tener con una mujer —cosa que la propia autora, dicho sea de paso, sí experimentó en su aventura extramatrimonial con la poetisa Vita Sackville-West—.

 

En el interín entre estos saltos de la mente, Clarissa acaba tomando consciencia del destino común que ella comparte con todas las personas que se cruza en las calles de Londres: la muerte. Ante la certidumbre de la ominosa guadaña que se cierne sobre su cabeza, Clarissa Dalloway renueva su apetito y su entusiasmo por la vida, deleitándose en cada paso que da mientras se dirige a comprar flores y demás implementos para la fiesta. Cuán contrastante resulta la actitud de la protagonista con el suicidio de Septimus Warren Smith, un veterano de la Primera Guerra Mundial que sufría de trastorno por estrés postraumático. Nunca lo sabremos a ciencia cierta, pero algunos especulan que Woolf imbuyó a este ficticio veterano de rasgos de su propia psique maltratada, misma que dieciséis años después de haber publicado esta novela le llevaría a tomar la fatídica decisión de introducir piedras en los bolsillos de su abrigo e internarse al río Ouse.

 


Conmemoremos este aniversario del nacimiento de Virginia Woolf homenajeándola de la mejor manera en que se puede rendir respetos a un escritor: leyendo su obra, reflexionando acerca de ella y, en la medida de lo posible, divulgándola. Recomendamos, en particular, una novela que figura en la lista de la revista Time de las 100 mejores obras de ficción escritas en lengua inglesa desde 1923. Nos referimos, por supuesto, a La señora Dalloway.