De Graeber a Friedman: tras la pista del pensamiento económico

La tienda de Crisol del óvalo Gutiérrez cuenta con un menú secreto poco conocido. Tenemos una oferta limitada de libros importados, en lengua inglesa, y centrados en las ciencias sociales y la teoría económica.

 

El conjunto de autores representados en esta colección incluye a David Graeber, cuyo libro Debt: the first 5000 years aborda la imposición de la deuda como un instrumento que perpetúa el dominio de un país sobre otro; y explora también la confusión moral en torno a deudores y acreedores. Los primeros —dice Graeber— se ven obligados a incurrir en pagos por la vieja usanza que eleva la responsabilidad del abono de deudas a la categoría de sacrosanto deber, mientras los segundos son frecuentemente relevados de la pérdida que debiera tocarles asumir por la concesión de préstamos riesgosos.

 

Muchos evocarán, producto de estas palabras, el rescate auspiciado por el gobierno federal de Estados Unidos, con el dinero de los contribuyentes, a los bancos que alimentaron la burbuja inmobiliaria del 2008. Temática que ciertamente figura en las páginas de Graeber, como también lo hace en Why save the bankers?, del afamado economista francés Thomas Piketty.    

 

Un tercer pensador, cuyo libro titulado Bright promises, dismal performanceforma parte de aquel mismo menú, es Milton Friedman, premio nobel de economía del año 1976

 

Un detalle interesante es que, a pesar de que pudiera pensarse lo contrario, Friedman no es partidario de la abolición del Estado. Siendo Graeber un intelectual de la izquierda, y Friedman uno de la derecha, el que se dejó seducir por un pensamiento anárquico fue Graeber. Friedman, por su parte, pese a ser liberal, no comparte la idea de que el Estado debiera desaparecer para dar lugar a la primacía del mercado, y ello queda patente en su propuesta de los bonos escolares.

 

Friedman, advirtiendo que la educación pública es un servicio inferior —palabra que en el lenguaje regular tiene connotación negativa, pero que en la jerga del economista significa que, ante un aumento en el nivel de ingreso de los hogares, la cantidad de familias que consumen educación pública disminuiría—, comprendió que las escuelas públicas tienen un monopolio en los estratos de ingreso bajo. Las familias que pertenecen a ellos no tienen la opción de sustituir educación pública con educación privada; su ajustado presupuesto no se los permite. Y rehusarse a brindar educación a sus hijos tampoco es una opción factible para los padres de familia de ingresos bajos que no están satisfechos con la oferta educativa del sector público; ello está penado por la ley. Salvo por una incipiente competencia de parte de las escuelas parroquiales, cuya matrícula y mensualidad son asequibles gracias al subsidio parcial provisto por las iglesias, la escuela pública no tiene competidores en los barrios de ingreso bajo, donde el servicio que esta proporciona es mediocre.

 

Muy diferente es, según Friedman, la calidad de los servicios educativos que la escuela pública brinda en los barrios ricos. En esos barrios, la educación pública es de muy alta calidad. Ello se debe, en gran medida, a que la familia promedio del barrio rico sí puede sustituir la educación pública con educación privada, lo cual pone a ambos sectores en competencia directa. Los administradores de la escuela pública del barrio rico saben muy bien que, en caso de no cumplir las expectativas de sus acaudalados clientes, estos echarán mano de su caudal para enviar a sus hijos a la escuela privada de su preferencia. Y este posible escenario, que podría llevar a la escuela pública a perder todo su alumnado y cerrar sus puertas, es lo que le incentiva a “ponerse las pilas” y maximizar la calidad del servicio impartido. De ahí se colige que, para estimular a la escuela pública de los barrios pobres a mejorar la enseñanza, se tiene que dar a las familias de estos barrios una subvención que les permita sustituir educación pública con educación privada.

 

Y eso es justo lo que Friedman propone. No hace un llamado a la privatización del sistema educativo. No sugiere que se reduzca la carga tributaria que recae sobre los ciudadanos. Todo lo contrario: pide que esta carga aumente para financiar la amortización de unos bonos que el gobierno entregaría a todas las familias. Estos bonos, a su vez, serían entregados por las familias como parte de pago en escuelas autorizadas del sector privado, lo cual permitiría a muchos hogares de bajos ingresos enviar por primera vez a sus hijos a una escuela particular. Esto no tendría que representar una sustitución completa de la red de escuelas públicas por colegios privados. Las escuelas públicas que lograran retener alumnado pese a la competencia ejercida por la educación particular estarían demostrando ser tan buenas como sus homólogas privadas. Se ganarían, de ese modo, su derecho a continuar existiendo. Y la clausura de escuelas públicas que no lograsen dar la talla terminaría redundando en un recorte del gasto público; acompañado, desde luego, de un recorte en los tributos.

 

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