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Numerosos son los desafortunados casos de artistas e intelectuales que recién una vez fallecidos reciben justo reconocimiento. En materia de filosofía viene a la mente Arthur Schopenhauer, obstinado erudito que planificó sus horarios de instrucción en la Universidad de Berlín de manera que coincidieran con los horarios en que Hegel impartía clase, obteniendo con ello el previsible resultado de solo contar con pupitres vacíos por toda audiencia. Si se trata del ámbito del arte podemos ofrecer tanto el ejemplo de un pintor como el de un escritor: el neerlandés Van Gogh y el norteamericano Poe, ambos con la frustrada expectativa de sufragar sus expendios por medio de sus obras.
Un menos conocido integrante de aquellas mismas filas fue el desdichado John Kennedy Toole, compatriota de Poe y hábil exponente de la prosa en lengua inglesa. No diose el autor a sí mismo la oportunidad de escribir más que dos novelas, por cuanto sus propias manos, movidas por el sombrío pronóstico de no lograr publicar su obra, dieron fin a su breve existencia. Ojalá Toole hubiera logrado recomponerse tras la negativa de la editorial Simon & Schuster, pues su novela titulada “La conjura de los necios” no solo vería la luz once años después de su precipitado deceso, sino que le haría acreedor de un Pulitzer que en retrospectiva se antoja amargo por no haber pillado con vida a su genial pero incomprendido recipiente.
De no ser por la pertinaz resolución de la madre de Toole de tocar la puerta a cuantas editoriales fuera preciso hasta ver la obra finalmente publicada, “La conjura de los necios” bien podría no haber pasado de un manuscrito tendido sobre el remate del armario del autor. Felizmente no corrió con tan infausta suerte y, por el contrario, fue traducida a buena cantidad de lenguas para su amplia difusión, incluyendo el castellano. No obstante, la lectura de la edición en idioma original —titulada “A confederacy of dunces”, disponible en Librerías Crisol— permite apreciar la certera representación de los dialectos de Nueva Orleans, detalle que los complacidos críticos no vacilan en celebrar, y que la traducción por desgracia no puede evitar trastocar.
La novela en cuestión, tantas veces rechazada bajo el argumento de no contar con una aparente raison d’être, nos pone por protagonista al excéntrico académico Ignatius J. Reilly. Este obeso y haragán treintañero, forzado a trabajar para cubrir una cuantiosa deuda de su madre, exhibe notorias dificultades para adaptarse a la Nueva Orleans de 1960 —dificultades que, siendo francos, obstruirían su asimilación en cualquier sociedad—. Se trata de un quijotesco personaje provisto de conocimientos en un área tan específica y tan poco propensa a la charla casual como lo es la historia medieval. Aunado a esto, Reilly alberga un profundo desprecio contra la cultura pop, al cual da libre curso profiriendo sentidos improperios en el cine contra los actores proyectados en pantalla. La singular idiosincrasia de Ignatius, marcada además por la furtiva acometida de pedos y borborigmos que a menudo lo aquejan, da pie a divertidas escenas e interacciones en las que el desenfadado protagonista explora los límites que sus empleadores y clientes están dispuestos a tolerar hasta terminar perdiendo el empleo de turno y luego proceder a buscar el siguiente, mientras su consternada madre evalúa qué diantres hacer con el exasperante manganzón que tiene por hijo.
La literatura, con su grata capacidad de hacernos conectar con personajes o autores que han sufrido penas similares a las propias, es un consuelo o refugio en el cual guarecernos de las inclemencias de la vida. Quien crea haber agotado toda posibilidad de triunfar, regocíjese con la reivindicación tardía que el trabajo de Toole recibió; tal vez haga falta una moderada pizca de paciencia para aguardar el arribo de buenas noticias. Quien desalentado esté por la convicción de no encajar en el mundo, recuerde que no ha de cargar el peso de tan altanera inquietud a no ser que le preste el gentil servicio de llevarla en litera cual mozo de cuerda. Preferible es que ría y que lo haga en demasía, por cuanto reír es la receta de Kierkegaard para plantar cara a la adversidad, y vaya que tiene aseguradas ruidosas risotadas el lector de esta novela pícara llamada “La conjura de los necios”. No en vano la obra maestra de John Kennedy Toole es tenida por imprescindible elemento del canon literario del Dixie americano.