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Coque Malla, cantante madrileño y ex líder de Los Ronaldos, decía que si el arte que produces no tiene relación con lo que has vivido, entonces tu obra no tiene nada que ver contigo mismo. Charles Dickens se basa en anécdotas de su vida para crear los universos de aquella Inglaterra de la segunda mitad del siglo XIX. Desde aquellas calles oscuras y sucias, a los problemas sociales y económicos que rodearon su existencia y, también, a la de sus personajes. En “Tiempos difíciles” incluso habla de la dificultad que tiene uno para divorciarse si es que no pertenece a la aristocracia y, de acuerdo a los investigadores y literatos, esta inquietud proviene de los problemas conyugales que él mismo autor tenía.
Ernest Hemingway nos habla en sus libros de sus grandes pasiones: la pesca, los toros e, incluso, la guerra, esta última no como un divertimento pero sí como algo de lo que sabía mucho y que había marcado su vida, pues ejerció como corresponsal de guerra por muchos años. Sylvia Plath nos abre casi una suerte de diario personal en “La campaña de cristal”, libro de narrativa - ella era poeta - publicado a solo un mes de quitarse la vida. Esther, el personaje que la representaría en la novela, no solo cursa una pasantía en una revista al igual que la autora, sino que pasa mucho tiempo en hospitales psiquiátricos debido a sus constantes pensamientos suicidas.
Juancho es el hermano de Leiva, uno de los más aclamados cantantes españoles de la actualidad y que ha llegado a producir a Joaquín Sabina, quien es, entre otras cosas, amante de la poesía de César Vallejo. Juancho, decíamos, es el líder de la banda Sidecars, y en una entrevista habla de su proceso de composición: disparar todo lo que tiene sin pensarlo tanto para luego ir dándole forma y, sobre todo, ocultar un poco las historias para que no sean tan claras las referencias y así no sentirse tan expuesto cuando lleguen al público.
Jack Kerouac es reconocido como uno de los líderes de la generación Beat. Pero su obra es tan aclamada como criticada por personajes tan ilustres como Truman Capote. Decía éste que Kerouac no era un escritor (writer) sino un tipeador (typewriter) pues es sabido que el buen Jack escribía a una velocidad impresionante en unos rollos de papel enormes que le permitían ir casi de un tirón. Su prosa así, quizá no llega a tener los acabados estéticos de otros grandes autores, pero cuenta en “En el camino” (“En la carretera” para algunos), a un ritmo trepidante, las idas y vueltas en la carretera de personajes entrañables como Sal Paradise y Dean Moriarty, quienes están basados en él mismo y Neal Cassady. Así, uno no llega nunca a saber a ciencia cierta hasta qué punto son reales aquellas memorables anécdotas alrededor de los Estados Unidos y México.
Estos son solo algunos de los innumerables ejemplos en los que el arte se nutre de las vivencias de sus autores. ¿Son éstas el punto de partida para decidirse a escribir un libro? ¿O son los libros la puerta de escape por la cual muchos autores pueden sacarse de la mente todo aquello que les invade, para bien o mal? Quizá esa famosa frase de “Basado en hechos reales” aplica para prácticamente toda novela. Hechos que los autores vivieron o que imaginaron y al final nos hablan de mucho más de lo que dice el texto, desde sus estados de ánimo a sus estados mentales. Thomas Wolfe escribía a un ritmo frenético, miles de páginas por borrador - aunque si por él fuese, sus libros habrían conservado todas y cada una de aquellas miles de páginas-, y era quizá el proceso de escritura lo más importante, esa necesidad imperiosa de contar algo.
Dicho ello, quizá más que preguntarnos hasta dónde es real una historia y por qué escribieron esto o aquello, valdría también preguntarnos por qué leemos lo que leemos.