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El 21 de mayo de 2023 se cumplen ciento cuarenta y cuatro años del combate de Iquique. El duelo librado por el monitor Huáscar y la corbeta Esmeralda se dio en el marco de una lamentable guerra entre dos naciones hermanas.
Quien discrepe de la idea de un vínculo fraterno entre el Perú y Chile discrepa de la esclarecida opinión de nuestro historiador José de la Puente Candamo. El estrecho vínculo entre ambas naciones se evidencia, afirma De la Puente, en el ajetreado movimiento de almas humanas que partían de uno de estos países para dirigirse al otro: peruanos que optaban por migrar a Chile para estudiar, chilenos que migraban a Perú con el mismo propósito; exiliados de Perú que hallaron refugio en Chile, y familias que contaban tanto con residencia chilena como peruana. La frecuente interacción entre estas naciones otorgó al conflicto un distintivo matiz fratricida.
Sobra decir, a la luz de lo anterior, que los enfrentamientos librados por Chile y Perú durante esos años de 1879 a 1884 constituyeron una derrota. Todo acierto militar y toda conquista naval por parte de uno y otro bando se evidencia como un fracaso moral y aun espiritual, por cuanto cada acometida exitosa fue saña y embeleso de una mano que osó empuñar el sable en perjuicio del hermano.
Si bien la guerra del Pacífico es un episodio reprochable de la historia, fue también ocasión para el despliegue de la valentía, la vocación patriótica, y la integridad humana de nuestro magnífico héroe Miguel Grau Seminario.
Una carta escrita el 8 de mayo de 1879 revela que Grau anticipó su pronta caída en la guerra que se avecinaba: si es que la súplica de un muerto puede merecer algún respeto —escribió el capitán de navío a su esposa—, te ruego encarecidamente observes con religiosidad mi única y última voluntad. Fueron estas las palabras con las que el mártir de la patria exhortó a su esposa a atender “con sumo esmero y tenaz vigilancia” la educación de sus “idolatrados hijos”.
No ha de confundirse esta convicción de la proximidad de la muerte con la resignación del hombre abatido cuyo espíritu confiere la victoria al rival sin ver aún la contienda iniciada. El pesimismo de Grau tuvo asidero en la ocasional falta de cuidado con la que el Perú atiende sus asuntos. De la Puente lamenta la paciente mirada de los líderes peruanos frente a la adquisición de pertrechos navales por parte de Chile. “Bolivia no tiene marina y Argentina no posee blindados cuando Chile compra los suyos. Esos buques estaban destinados a nosotros”, asevera el historiador. Ni en el Congreso ni en el Consejo de Ministros —asambleas en las que fue discutido el asunto— se oyó una voz resuelta que apremiara a sus colegas a subsanar el déficit armamentístico del Perú. Si bien antes del año 1879 ni Chile recibió injuria por parte de Perú, ni nuestro país por parte de aquel, el recrudecimiento de las precarias relaciones entre Chile y Bolivia, aunado al compromiso defensivo pactado por Perú con ese país en 1873, debió haber hecho suponer a nuestros dirigentes de la época que un conflicto con Chile era probable y que, de concretarse tal temor, el costo de la inacción superaría a las más dispendiosas precauciones.
La adversidad no irrumpiría recién en el duelo con la flota enemiga, sino en lo que Melitón Carvajal Pareja —citado por De la Puente— llama “ausencia de una política naval”. La condición de abandono en que la Marina de Guerra del Perú estaba por aquel entonces podía apreciarse tanto en la reducida cantidad de naves de combate como en la escasa disciplina de las guarniciones enviadas a la guerra. El Perú tan solo contaba con cuatro buques aptos para desempeñar acciones en alta mar, dos de los cuales estaban hechos de madera. Se aunó a esta carencia la precaria situación de las guarniciones de marinos, caracterizada por “retrasos en los pagos, ingreso de personal no calificado, falta de entrenamiento y falta de ejercicios de tiro”. Apenas pudo Grau disponer de cinco días para entrenar a los improvisados marinos e incipientes artilleros que tuvo a su cargo, lo cual termina de esclarecer el porqué del pesimismo del capitán. La certeza de tener sus días contados no fue, en suma, motivada por una flaqueza del espíritu, sino por el padecimiento de condiciones materiales muy asimétricas en favor de una Armada enemiga mejor guarnecida y preparada de antemano.
La mañana del miércoles 21 de mayo de 1879, al mando del monitor Huáscar y resuelto a entregar la vida en defensa de la patria, arriba a la bahía de Iquique el capitán de navío Miguel Grau Seminario. Acudía el marino piurano, sin saberlo, a una cita con el destino que lo inmortalizaría para siempre como el Caballero de los Mares. Al aproximarse nuestros buques al puerto de Iquique —manifiesta Grau en el parte oficial—, noté que efectivamente tres buques caldeaban, y pronto pude reconocer entre ellos a la Esmeralda y la Covadonga. Varios minutos de refriega transcurrieron hasta que la fragata Independencia llegó para dar refuerzo al Huáscar, de manera que aquel buque hiciera frente a la escurridiza Covadonga mientras el monitor concentraba su fuego en la Esmeralda. Los disparos de las naves peruanas, no obstante, “no podían ser bien dirigidos por encontrarnos en la boca del puerto bajo la acción de la mar”, motivo por el cual decidió el capitán Grau embestir a la Esmeralda con el espolón de hierro del Huáscar.
La maniobra, hecha en dos ocasiones, expuso a la tripulación del icónico buque al “nutrido fuego de las ametralladoras que [la Esmeralda] tenía establecidas en sus cofas, el de fusilería y muchas bombas de mano a la vez que descargas completas de la artillería de sus costados”. Miguel Grau Seminario, impertérrito y eficaz, ordenó al timonel dar marcha atrás, disponiéndose a dilatar el espacio entre la nave enemiga y la proa del monitor para luego acelerar con violencia hacia la delantera. Finalmente —agrega el capitán a su relato de los hechos— emprendí tercera embestida con una velocidad de diez millas y logré tomarla por el centro. A este golpe se encabuzó y desapareció completamente la Esmeralda sumergiéndose y dejando a flote pequeños pedazos de su casco y algunos de sus tripulantes.
Para narrar los instantes posteriores al colapso de la Esmeralda es oportuno tener en cuenta que el monitor Huáscar posee dos piraguas acopladas a la aleta de babor, y un segundo par acoplado a la aleta de estribor. La réplica en miniatura que CubicFun ofrece de nuestro emblemático bergantín incluye también estas pequeñas embarcaciones, ubicadas a corta distancia del castillo de popa para facilitar la rápida evacuación de los tripulantes de mayor dignidad, cuyos camarotes hallábanse instalados dentro de aquel recinto.
Grau, elevando su estatura a proporciones descomunales por medio de esta acción, dispuso que las piraguas fueran desplegadas al mar para rescatar a los sobrevivientes de la sumergida corbeta chilena. Es este sencillo acto, y no la victoria en el combate precedente, lo que reviste a la evocación del piurano de la galanura y solemnidad que le caracterizan. Grau hizo mérito en esta gloriosa fecha para ser recordado como el Guerrero de los Mares, pero los peruanos e incluso la humanidad se decantaron por el epíteto de Caballero. Y si decimos que la humanidad entera quedó admirada con Grau es por detalles como el homenaje musical oficiado por la nave americana Pensacola en agosto de 1879, ni bien topóse esta con el Huáscar al sur de Arica. Detalles que, en suma, dejan entrever el alcance internacional de la figura del capitán Grau.
La caballerosidad de nuestro máximo héroe nacional radica en su profunda comprensión de la guerra; en la convicción de estar librando una lucha justa cuyo fin es reafirmar la soberanía del Perú en el puerto de Iquique. Esta comprensión del empeño que el deber le exige está matizada por las inquietudes que su propio carácter le impone. No es crucial para el ejercicio de la guerra que el comandante escriba sus condolencias a la viuda del homólogo vencido, pero Grau lo hace, y además dispone que le sean enviados los artículos que el desdichado Prat llevaba consigo al morir. Tampoco hacía falta enviar las piraguas al rescate de los sesenta y dos marinos rivales, ni mucho menos proporcionarles ropa limpia, pero Grau lo hizo. E hizo esto, vale decir, no con la secreta intención de interrogar a los prisioneros, sino para llevarlos a tierra firme en Iquique, donde les fue concedida la oportunidad de escribir a sus familias e informar que estaban a salvo.
Comprendió Grau, en suma, que su propósito en la guerra no era el exterminio ni el ensañamiento con quien no pudiera ya sostener pelea. Entendió que su justa lucha no debía teñirse de pasiones destructivas; que la violencia sin mesura, lejos de promover los intereses de la patria, socava la legitimidad de los mismos. Y por sobre todo esto entendió que la guerra no exige el completo abandono de la decencia y el buen trato. Fue Miguel Grau Seminario un hombre que, en la medida que el deber patriótico le permitió, trató a todo ser humano con dignidad y cortesía.